Lo conocí una noche, cuando regresaba a la ciudad después de un concierto. Aún era temprano y tenía sed, así que busqué algún bar abierto. Fue entonces cuando, al costado de la carretera, distinguí un letrero de neón. Agradecí a mi suerte encontrar el único refugio encendido aquella noche.
El lugar era fresco y acogedor. En un rincón, un viejo Wurlitzer desgranaba discos antiguos, envolviendo el ambiente en un aire bohemio y romántico. Me acerqué a pedirle un trago al camarero, pero mis ojos se desviaron hacia el muchacho más hermoso y provocador que hubiera visto jamás. Sí, creo que fue amor —o perdición— a primera vista.
Estaba detrás de la barra, moviéndose como un bailarín: ágil, ligero, con una gracia que dejaba a todos prendidos de su presencia. Los hombres disputaban su atención mientras él mezclaba licores y algo más —un ingrediente secreto: su sonrisa.
A ratos tarareaba, y yo deseaba escuchar su voz murmurándome al oído. Tal vez era locura, pero quería conocerlo más… empezando por su cama.
Por fin notó mi presencia. Se acercó, me preguntó qué iba a tomar. Fui incapaz de articular una frase coherente; él sonrió y me ofreció la especialidad de la casa.
Volvió a perderse tras la barra, reclamado por todos. Escuché mi propia voz murmurando su nombre cuando otro cliente lo llamó: Jaejoong. Suspiré. No había escuchado un nombre más hermoso; quería pronunciarlo solo para él, en la penumbra.
Repetí su nombre como un mantra. Jaejoong. Se acercó de nuevo:
—¿Quieres beber algo más?
La respuesta era obvia para mí. Mientras mezclaba botellas, me miraba:
—No eres de aquí, ¿estás de paso?
Por un segundo olvidé hasta mi propio nombre. Charlamos un poco, hasta que volvió a perderse tras la barra. Me apresuré:
—¡Yunho!... —le dije, sintiéndome estúpido.
Sonrió antes de alejarse. Pero no lo imaginé: varias veces nuestras miradas se encontraron.
Tenía que hacer algo para retener su atención, solo para mí. El Wurlitzer calló. Entonces vi un teclado arrinconado. Esa noche canté cada canción que sabía, agoté mi repertorio, todo por él.
Poco a poco los clientes se fueron. Yo seguí frente al teclado, improvisando acordes. Cuando el último se marchó, incluso el camarero, Jaejoong cerró el local. Sentí sus pasos acercarse por detrás. Una voz dentro de mí susurró: Ten cuidado, no te enamores.
Contra todo pronóstico, dibujó un corazón en mi espalda. Respondí al instante, mi mano buscándolo, audaz.
El pueblo estaba cerca. Yo quería dormir con él; él quería dormir conmigo. Camino al hostal nos besamos bajo cada farol, uno tras otro.
Abrió la puerta de su habitación con prisa.
Desnudos, nos sorprendió la luna.
Seguí explorando su boca, rendido a ese deseo de poseerlo. Unos besos no bastaban: yo quería más; él lo quería todo de mí.
Sacó un frasco. Es lubricante, dijo, entregándomelo. Me sentí dichoso de explorar cada rincón de su piel blanca, tatuada. Lamí su ardor, su sabor se volvió mi favorito.
Nos amamos hasta el amanecer. El tiempo se evaporó, como si allá afuera no existiera un mundo.
Nos despedimos sin ganas. Yo debía empezar en una gran empresa; él se marchaba al extranjero a estudiar. Nos dijimos adiós, deseando volver a encontrarnos.
"El verano terminó, el otoño duró lo que tardó en llegar el invierno."
Los días, las semanas, los meses se hicieron eternos para quien espera reencontrarse con la tentación, tras una barra y un letrero de neón.
Al verano siguiente asistí a un concierto —ni siquiera de mi banda favorita—, solo para ver si su rostro aparecía entre la multitud. Pregunté por él, nadie supo decirme nada. El destino jugaba conmigo. Fui hasta aquel bar, lleno de esperanzas, pero en su lugar solo encontré una fría sucursal bancaria. Mi decepción fue tan grande que arremetí contra los cristales tras dos cervezas de más. La policía me arrestó. Alegué inocencia: la culpa fue de esas dos copas. Me soltaron después de pagar los daños.
Regresé al hostal, acariciando los faroles con la memoria de sus besos. Dormí en la misma habitación donde le quité la ropa aquella noche.
Volví a la ciudad.
Me enfoqué en el trabajo. Ascendí rápido, me enorgullece. Pero el tiempo, aunque fugaz, nunca me alejó de mi tentación: el muchacho detrás de la barra, bajo un letrero de neón. Siento su ausencia como una inquietud perenne. Durante meses vagué de bar en bar, buscando su rastro, viendo cómo se disolvía en el aire.
Hubo una chica, siempre la rechacé. Su insistencia me venció y acepté salir con ella. Aquella noche fuimos a un restaurante recién inaugurado.
Algo se removió en mi interior.
El lugar tenía algo familiar: recordaba al viejo bar junto a la carretera, aunque este era más amplio, más elegante. Mi corazón se aceleró. Un Wurlitzer en un rincón comenzó a reproducir discos polvorientos, con ese sonido nostálgico que me atrapó.
Olvidé a la chica de inmediato. No me culpo: fue mi corazón atrapado. Creí ver un espejismo, así que me acerqué a la barra. El barman hacía un espectáculo con botellas y licores. Todos lo aclamaban. No los juzgo: hace tiempo que mi atención solo le pertenece a él.
Caminé entre mesas y murmullos. Todo desapareció cuando nuestras miradas se encontraron.
Esperé mi turno.
En algún momento de la noche, se sentó a mi lado. Hablamos de lo maravillosa que había sido nuestra vida (qué ironía), pero evitamos lo esencial. Regresó tras la barra para encantar a todos con sus cócteles… y su sonrisa.
Me enteré por el camarero que mi tentación, mi dulce tormento, era ahora el dueño del lugar. No podía ser de otra forma. Toda esa nostalgia seguía viva, intacta.
Esperé toda la noche; habría esperado toda la vida. El reloj marcaba las nueve. El último cliente se fue. También el camarero.
Sentí sus pasos acercarse. Dibujó un corazón en mi espalda.
—Te he extrañado —murmuró, rozando mis labios con su cuello.
Respondí con mis manos enredándose en su trasero. Se pegó a mí, nuestras erecciones se encontraron, vivas, despiertas.
—No he dejado de pensar en ti —susurró. Sus palabras eran agua pura para alguien tan sediento como yo.
Nos besamos en cada semáforo, camino a su departamento, irónicamente a solo unas cuadras del mío. Así es la vida.
Entre sus sábanas, mientras nos amábamos, olvidamos que afuera giraba el mundo.
"Y nos dieron las diez y las once, las doce y la una... las dos y las tres... y desnudos nos encontró la luna."
Desde aquella noche de reencuentro, Yunho y Jaejoong jamás volvieron a separarse.
Inspirada en la canción "Y nos dieron las diez"